... y los muertos
El verdugo de los mendrugos
26 de enero
de 2011
Ayer compraba ese papelito que me permite cruzar una
barrera, subir unas escaleras a tientas y
siniestras, desgastar mis ojos, descargar mis posaderas en el asiento y
recibir algún que otro bolsazo o cazadorazo para ver al increible, soberbio
Matt Damon… con hombros dejados, apocado, insatisfecho, huyendo de una vida
paranormal, en busca de una vida normal, cambiando las manos de los otros por
el cuchillo, cambiando el estímulo del banquete del más allá por el de la
manduca italiana del más acá: de hablar con los muertos por hablar con los
vivos. ¿La película? Más allá de la vida.
Hoy veo la tele, sin ese papelito, espatarrado en mi sofá:
el imparcial Jordi González sienta en el más acá a una tipa serena, orgullosa,
estoica, plácida, límpida y azul, escudriñando con su mirada a personajes
públicos de diferente rango, desnudándoles –por
exigencias del guion– el
alma –las
suyas y las del más allá.
Hago un ejercicio de fe –no
me cuesta demasiado, pues suelo dejarme llevar primero y juzgo después–, y trato de entender a estos
necrófilos psicófilos –sin
acritud, aunque quiero decir violadores de las almas que pululan, según esta,
por ahí–: la
vibración le dice a la mediadora que la presencia que está al lado es su amigo
y le quiere mucho. La otra vibración le dice que una nueva presencia le pide
perdón a su propia hija y que lamenta hacerle daño, que lamenta no hacer
siempre las cosas como ellas hubieran querido, pero la vibración le muestra un
peluche grande que estaba en un lugar especial, en un rincón dedicado a una
hija muerta, que discutía a menudo con la hermana, que le cogía cosas y las
cambiaba de sitio y sigue haciéndolo. En otro lado, a otro personaje que se
autoprostituye le dice que la presencia es de una mujer muy enferma que estuvo
a su lado, que lleva con ella una botella de oxígeno y que quiere transmitirles
todo su amor. Otra: la presencia es la de un hijo de un señor, que al parecer
mantenían una relación de gran amistad; por lo visto el padre se llevaba mal
con él y no solía hacerle caso.
Esto va por temporadas. La evolución ya está aquí aparcada,
en el más acá, claro –o
quizá sea el más allá, porque la televisión consigue a veces dar esa sensación–: la llamaron tele,
telebasura, telesangre, telegrito, teleruido..., y ahora otro giro de tuerca
más: telemuerte. No les basta con los vivos, ¡ahora persiguen a los muertos!
Hoy es esta tipa, quizá mañana será el torito,
o Mariñas o Patiño o la Esteban o DEC. Quizá las «alcachofas» ayuden a
intensificar la señal.
Pues sí, suponiendo que sea verdad, partiendo de que estén
ahí, pero solo sean visibles vibrando para unos pocos afortunados, ahí estamos
nosotros, sin quitar la mirada del televisor, absortos, imaginando,
fantaseando, sospechando que, espatarrado en mi sofá, quizás tengo a alguien
que me habla y no oigo. Tengo un muerto conmigo, o dos, y no sé qué debo hacer,
nadie me lo ha explicado, no está en las leyes de la vida. Incluso si fantaseo
demasiado puedo imaginar quién podría ser –seguro
que todos los espatarrados en su sofá están así, como yo–; incluso si me involucro, si me
dejo llevar emocionalmente, pueden resbalar en mi cara un par de lágrimas, me
podría conmocionar esta conexión espiritual y... Espera, no, ¡publicidad ahora
no!
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