miércoles, 30 de octubre de 2013

... y los muertos


... y los muertos
El verdugo de los mendrugos
26 de enero de 2011

Ayer compraba ese papelito que me permite cruzar una barrera, subir unas escaleras a tientas y siniestras, desgastar mis ojos, descargar mis posaderas en el asiento y recibir algún que otro bolsazo o cazadorazo para ver al increible, soberbio Matt Damon… con hombros dejados, apocado, insatisfecho, huyendo de una vida paranormal, en busca de una vida normal, cambiando las manos de los otros por el cuchillo, cambiando el estímulo del banquete del más allá por el de la manduca italiana del más acá: de hablar con los muertos por hablar con los vivos. ¿La película? Más allá de la vida.
Hoy veo la tele, sin ese papelito, espatarrado en mi sofá: el imparcial Jordi González sienta en el más acá a una tipa serena, orgullosa, estoica, plácida, límpida y azul, escudriñando con su mirada a personajes públicos de diferente rango, desnudándoles por exigencias del guion el alma  las suyas y las del más allá.
Hago un ejercicio de fe no me cuesta demasiado, pues suelo dejarme llevar primero y juzgo después, y trato de entender a estos necrófilos psicófilos sin acritud, aunque quiero decir violadores de las almas que pululan, según esta, por ahí: la vibración le dice a la mediadora que la presencia que está al lado es su amigo y le quiere mucho. La otra vibración le dice que una nueva presencia le pide perdón a su propia hija y que lamenta hacerle daño, que lamenta no hacer siempre las cosas como ellas hubieran querido, pero la vibración le muestra un peluche grande que estaba en un lugar especial, en un rincón dedicado a una hija muerta, que discutía a menudo con la hermana, que le cogía cosas y las cambiaba de sitio y sigue haciéndolo. En otro lado, a otro personaje que se autoprostituye le dice que la presencia es de una mujer muy enferma que estuvo a su lado, que lleva con ella una botella de oxígeno y que quiere transmitirles todo su amor. Otra: la presencia es la de un hijo de un señor, que al parecer mantenían una relación de gran amistad; por lo visto el padre se llevaba mal con él y no solía hacerle caso.
Esto va por temporadas. La evolución ya está aquí aparcada, en el más acá, claro o quizá sea el más allá, porque la televisión consigue a veces dar esa sensación: la llamaron tele, telebasura, telesangre, telegrito, teleruido..., y ahora otro giro de tuerca más: telemuerte. No les basta con los vivos, ¡ahora persiguen a los muertos! Hoy es esta tipa, quizá mañana será el torito, o Mariñas o Patiño o la Esteban o DEC. Quizá las «alcachofas» ayuden a intensificar la señal.
Pues sí, suponiendo que sea verdad, partiendo de que estén ahí, pero solo sean visibles vibrando para unos pocos afortunados, ahí estamos nosotros, sin quitar la mirada del televisor, absortos, imaginando, fantaseando, sospechando que, espatarrado en mi sofá, quizás tengo a alguien que me habla y no oigo. Tengo un muerto conmigo, o dos, y no sé qué debo hacer, nadie me lo ha explicado, no está en las leyes de la vida. Incluso si fantaseo demasiado puedo imaginar quién podría ser seguro que todos los espatarrados en su sofá están así, como yo; incluso si me involucro, si me dejo llevar emocionalmente, pueden resbalar en mi cara un par de lágrimas, me podría conmocionar esta conexión espiritual y... Espera, no, ¡publicidad ahora no!

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