Bondades y maldades
El verdugo de los mendrugos
Un presentador, el de Sálvame,
excelente profesional. Intelectual y formado en disciplina que se fundamenta en
la lectura, corrección, crítica, elaboración e interpretación de textos, de discursos,
domina los registros con maestría. Y además, añado una inteligencia social y
contextual lo suficientemente peraltada como para llegar a recibir un merecido Ondas: con inteligencia social quiero
destacar su capacidad para adaptarse a los distintos personajes de distintas escalas
sociales con espontánea destreza, y recalco lo de espontánea, natural y sencilla; con inteligencia contextual quiero destacar su habilidad para
redescubrir tiempo y espacio; leí hace años a un periodista, y estoy con él,
elogiar las expediciones de Jorge Javier Vázquez por todo el plató,
enseñándonos a los espectadores los entresijos televisivos hasta él vetados,
como cámaras, directores, bastidores, técnicos, pasillos, salas de espera,
maquilladores, mánager (es de ley puntualizar que ya el Sardá de Crónicas marcianas lo inició, pero no lo
«usó», no lo explotó), con gracia y simpatía, transmitiendo el dinamismo
necesario para que un programa de cuatro horas sea entretenido y no decaiga no
un día sino después de unos cinco años; y,
por supuesto, también hay que elogiar el uso de los tiempos en el dilatado
peregrinar de cada programa, tarde a tarde, con tantísimos, variados y
antagónicos contenidos como para conservar la frialdad y acortar, saltar o
detener dichos temas, pausar o silenciar instantes que invitan al deseo y
sofocar fuegos de otros o incendiar escombros y que no suela chirriar en el
intento.
Un profesional. Te guste o te no guste.
Sin embargo, hoy enciendo la tele y lo primero que oigo es
el ya aburrido y vulgarizado «Voy a dar una exclusiva, voy a desvelar el viaje
de novios de alguien», en boca de Kiko Hernández. Y se conoce que ya se había
rumiado el tema en las dos horas anteriores que llevaban de programa porque
automáticamente me pitan los oídos al oír la carcajada ojiplática y estridente,
varonil y rasposa, inarmónica y crujiente, aburrida e incluso letárgica, áspera
y destemplada, baja y discordante, entre forzada y falsa, estomacal e insidiosa
de Belén Esteban, acompañada de la frase «¡la Trapote!», y continúa otra vez la
carcajada.
No se puede ser más indigno, malvado y dañino que desear el
mal a los demás. Lo que ella ha sufrido, Belén, digo, es lo que desea a la
otra. Y no ha sido hoy, fruto de un mal día o una acumulación de ellos. No. Lo
viene haciendo años, desde que yo la llevo oyendo en los platós. Pero sobre
todo me sorprende ahora, después de, según ella –como siempre dice, también–,
desintoxicarse psicológicamente –por enésima vez– y querer mostrarse y vivir
más positiva. Pues es imposible, señorita, porque lo llevas dentro. Tú no
puedes ver cómo otros son felices, no puedes aceptar que otros «intenten»
crecer y evolucionar como tú no haces. Si a ti te perseguían, que los demás se
fastidien; si te rompían exclusivas, los demás que se aguanten; si sufrías, que
sufran; si te pillaban diciendo…, que les pillen. Sonreír el mal ajeno es tu
vida, no tienes otra forma de ensalzarte, es negativo. Es una maldad.